"METROPOLIS", PREMIO AL MEJOR ESPECTACULO REVELACION, XIII EDICION PREMIOS MAX DE ARTES ESCENICAS


La compañía aragonesa Teatro Che y Moche cumplió en 2007 su décimo aniversario y lo quiso celebrar con la revisión de su primer espectáculo profesional: la adaptación de la película de Fritz Lang "Metrópolis".

16 de mayo de 2012

RECOMPONER Y REGALAR UN CLASICO, METROPOLIS

Teatro: Recomponer y regalar un clásico, Metrópolis José Alberto Andrés Lacasta* Jueves 8 de septiembre de 2011, por Revista Pueblos Metrópolis, la futurista película que Fritz Lang estrenó en 1927 con guión de su mujer Thea Von Harbou, fue adaptada en 1997 al teatro por el incipiente grupo aragonés Che y Moche, que por entonces (suponemos) no debía de tener muy claro su futuro profesional en la industria del espectáculo pero sí una energía, una clarividencia de ideas y un estado de gracia creativa que les ha hecho llegar hasta nuestros días con un proyecto absolutamente consolidado y una tarjeta de presentación artística impecable. Para darse un homenaje, coger fuerzas (o perderlas del todo), muchos años después decidieron retomar aquel proyecto que tantas alegrías les dio, recomponerlo y regalarnos una nueva propuesta, que nos ha vuelto a dejar con un sabor de boca y unas ganas de querer más de lo mismo fantásticas. Debemos advertir que, a priori, nos producen cierto reparo aquellos espectáculos teatrales que se anuncian con una amalgama de lenguajes (teatro, vídeo, música, danza, efectos especiales…), pues en no pocas ocasiones acaban siendo un zurriburri de cosas desnortadas y complicadas de digerir. Por si fuera poco, algunas de las últimas adaptaciones al teatro de obras maestras del cine no han sido muy acertadas, producidas más al calor de una taquilla fácil que de un trabajo de investigación y relectura serio. Pero, en este caso, el equilibrio, la precisión y el empaque del espectáculo están perfectamente salvados, defendidos con un oficio dramatúrgico y técnico muy destacable que evidencia un gran trabajo de preparación y dedicación. Efectivamente, finalizada la obra de teatro hemos visto Metrópolis, la Metrópolis de siempre, y la de ahora, la de Fritz Lang, e, indiscutiblemente, la de Che y Moche. El reto no era cualquier cosa: Metrópolis es una película tan brillante como compleja. No es sólo un gran cuento que, como tal, presenta una linealidad argumental muy simple y que acaba derivando en un cuerpo de interpretaciones y metáforas que apelan directamente a lo más básico de la vida, independientemente de su mayor o menor categoría ética. Además, es la obra cumbre del cine expresionista alemán (junto con los Olvidados de Buñuel, declarada Patrimonio de la Humanidad), que no sólo recogió a modo de manual los elementos más característicos del prolífico cine de los años 20 sino que, con su magnífico presupuesto, sirvió también de enlace hacia nuevos ámbitos y caminos más comerciales, liderados por la poderosísima e innovadora productora alemana UFA (Universum Film Aktiengesellschaft). No podemos situar este cine a la cola de las demás artes expresionistas (la pintura, la escultura o la arquitectura de aquellos tiempos). El cine recoge la esencia expresionista referida al protagonismo de la subjetividad del autor, concepción del mundo, compromiso directo con el entorno, frustraciones, denuncias o deseos (que en el caso del teatro derivó en dramaturgos tan rotundos como Piscator o Brecht); y porque, además, reproduce conjuntamente una estética, una gestualidad, un contexto, una emotividad y una franqueza en el lenguaje que las otras artes no fueron capaces de aunar en un mismo formato. Sin duda, esta película de Fritz Lang es la mejor muestra de ello, junto con El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene, o Fausto y Nosferatu, de Murnau. Pero, además, Metrópolis es la película de entreguerras por antonomasia, con Rusia saliendo de su Revolución cada vez más reforzada frente a una Alemania recién derrotada, con una República de Weimar en franco proceso de desequilibrio social y político, aprovechado sin pudor desde el partido nazi, y con un descompensado modelo de desarrollo industrial entre máquina, trabajador y empresario. Es una película muda y en blanco y negro, con lo que ello supone tanto para la configuración y trabajo de los personajes (con una gestualidad, una mímica y una caracterización muy exageradas) como para el complejo trabajo de luces y sombras que acompañan y envuelven el lenguaje, la metáfora y la dramaturgia. Por todo ello, salir airoso de esta empresa, contando con una hora escasa, más de 20 músicos y músicas en directo, siete actores y actrices, once bailarines y una producción de tráiler y medio, no era una cuestión baladí. Pero, tozudos e inteligentes, estos aragoneses han resuelto un espectáculo formidable, con un recorrido esperamos que todavía sea de larga distancia y con varios reconocimientos, entre otros el Max al Espectáculo Revelación 2010. Fuerza expresiva y significado Metrópolis es un juego de dicotomías. Buenos y malos, trabajadores y empresarios, ricos y pobres, amor y desamor, ciencia y corazón, cielo y tierra, desarrollo y subdesarrollo. En uno de los lados de ese mundo dividido y descompensado se encuentran los poderosos, que viven en una gran ciudad, con unos rascacielos imponentes y ostentosos de arquitectura futurista (mezcla de homenaje a la incipiente Nueva York y a los arquitectos expresionistas alemanes como Walter Gropius, Van der Rohe o movimientos como Deutscher Wekbund), donde Fredersen impone su mano dura y condescendencia. Quizás este rocambolesco fasto es lo que más desdibujado queda en el montaje de Che y Moche, que apuesta por una versátil escenografía con una plataforma cenital central y un cuidado y milimetrado juego de luces que, a veces, no acaba de evocar este ambiente de opulencia. Sometidos a este grotesco tirano, en un entramado de catacumbas y galerías, una impersonal e ingente masa de obreros trabaja en el subsuelo sin descanso con horribles máquinas que requieren de gran esfuerzo en un ambiente mugriento, oscuro e insano. Es en esta representación donde el montaje coge una fuerza inusitada. Aparte del mencionado juego de luces, un grupo de bailarines, coreografiados por Elia Lozano, nos mete en ese ambiente denso de impersonalidad, de masa, de sometimiento. Es acertadísimo el concurso de estos bailarines a lo largo de la obra (pese a que en ocasiones el escenario aparece excesivamente abigarrado), con una técnica de mucha solera y un desarrollo interpretativo muy alineado con el canon gestual del cine mudo. Freder (Carlos Alcolea), hijo de Fredersen (Alfonso Pablo), conoce a la bella María (Ingrid Magriñá), una especie de asistente social de la ultratumba laboral, y, lógicamente, se enamoran. Fredersen sigue a María y asiste horrorizado al espectáculo de los trabajadores vejados. Al enterarse de tan inapropiado enamoramiento, y gracias a Rotwang (Jesús Llanos), un torticero científico, tienden una trampa al ingenuo mancebo con un malvado clon-robot de María. La cosa acaba con la firma de la paz social, un maniqueo abrazo entre empresarios y trabajadores y María y Freder comiéndose a besos. La obra se desarrolla detrás de un enorme tul transparente situado en primer término y que no ejerce de cuarto tabique, por suerte, pero en el que se proyectan los subtítulos propios del cine mudo y algunos fragmentos de vídeo. El resultado en escena es absolutamente cinematográfico, mientras que la evolución de los personajes, con su gestualidad, los constantes juegos de luces, la atención a los subtítulos, la rotundidad de las masas obreras contorsionándose y recordándonos las pinturas de Kokosckha, Smith Rotluff e incluso Egon Shiele, equilibran esta puesta en escena tan personal y sincera como directa a la yugular de quien haga una lectura en clave contemporánea sobre el valor del trabajo, el mundo del capital, el desarrollismo sin humanismo, la representación colectiva o la ubicación exacta del bien y del mal. Para finalizar quiero hacer mención especial a la actrizbailarina (María) Ingrid Magriñá, a la que me creí hasta el tuétano y cuya interpretación, desde un oficio muy bien aprendido y mostrado, me pareció de un entregado y sincero que no suele ser habitual. También me gustaría destacar la partitura de Víctor Rebullida, que, a pesar de haberse recuperado recientemente la banda sonora original de la película completa, apostó por una nueva creación a pentagrama blanco. El trabajo quedó redondo y espero que se edite y distribuya pero que, a la vez, Metrópolis se pueda interpretar siempre con música en directo. Por último, quiero resaltar el trabajo del director, Joaquín Murillo, y del equipo técnico y creativo de Che y Moche en general. Este escrito está repleto de adjetivos buenos (es una suerte que te dejen escribir de las cosas que te gustan): son todos para vosotros. Enhorabuena y mucho ánimo. *José Alberto Andrés Lacasta es colaborador de Pueblos - Revista de Información y Debate. Correo-e: andres.lacasta@gmail.com. Este artículo ha sido publicado en el nº 47 de Pueblos - Revista de Información y Debate, tercer trimestre de 2011.